Viva el fútbol y viva la mística – 24

jugar al fútbolSí, me gusta el fútbol; sí, lo reconozco. Abro los periódicos por la sección de deportes; sí, es verdad. No aguanto aquello de cómo te puede gustar ver a 22 personas en calzoncillos detrás de un balón; no, no lo soporto. Que por qué me gusta; usted me lo pregunta y yo se lo respondo: el fútbol te permite experiencias que pocas cosas te ofrecen ni pagando sumas astronómicas ni regalando el mayor de tus esfuerzos.
Se ha especulado mucho sobre la épica del fútbol y yo lo suscribo, el fútbol es la épica de nuestro tiempo. Pero el fútbol es más, el fútbol es mística. Cómo puede considerarse si no la experiencia de gritar goooooooooooooool. Pocas cosas podemos comparar al abrazo exaltado con el vecino de asiento que ni siquiera conoces; ni la más placentera paz del que contempla el sol hundiéndose en el mar resiste siempre victoriosa la comparación con ver ese balón atravesando la meta rival.
Sabemos del esfuerzo de años del opositor de notarías, de la inagotables horas para preparar una negociación, de las horas de viaje del que busca un destino pero ¿a cuántos que aprueban, tienen éxito o alcanzan su propósito han visto con la exaltación de un simple aficionado? y, si alguno de aquellos la alcanza, ¿cómo compararla a compartirla con miles de personas formando un solo eco? No, no hay comparación, no busquéis, mejor, id al fútbol.
Sí, id al fútbol y descubrid los grados de la mística porque, evidentemente, hay goles y goles. Hay goles adocenados que dan tanto placer espiritual como una canción de Lady Gaga y goles que te acercan a atisbar el misticismo de la música de Messiaen. Yo viví uno de ellos.
Levité, sí levite, lo repito lé-ví-té. No es una metáfora, no es una exageración, es una experiencia real. Un año antes era un hombre sin fe, había perdido toda esperanza de que mi equipo ganase algo y el mal amor de la envidia me fustigaba mientras por la mañana veía llegar a Sevilla a aficionados con camisetas barradas que venían de ganar una Copa. No, yo no lo viviría jamás. Era el 10 de mayo de 2006, mi rodilla llevaba meses dándome la lata y cojeaba y me dolía al mínimo esfuerzo. Luis Fabiano había marcado el primero, qué gol había gritado y con cuántos me había abrazado, y aquí llegó Maresca y entonces creí. Creí que por fin triunfaríamos, que mi esperanza contra toda esperanza llegaría y que la estruendosa alegría del amor a mi equipo estallaría y empecé a saltar, a saltar, a saltar. Sentí que mi rodilla ya no dolía, que no pesaba, que era ingrávido y un gozo supremo me colmaba. Levité, te digo que levité, que si me hubiesen dado el mundo lo hubiera levantado como Atlas, que todo el mundo era mi amigo, era mi hermano. Campeones, campeones, campeones. Hoy he vuelto a ver esos goles y el corazón me ha vuelto a latir con fuerza y me he emocionado. Ese momento no lo habría vivido sin el fútbol y yo, se los aseguro, soy de los tibios, imagínense los fanáticos.
Decidle, ahora, a los aficionados del Sevilla, del Betis o del Liverpool que el fútbol es ver a 22 en calzoncillos… Mejor, dejad de ser incrédulos y sed creyentes.
Middlesbrough 0-4 Sevilla, 10 de mayo de 2006, Sevilla campeón

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