Algunas plazas de Sevilla te invitan a quedarte como si fueran islas donde un tiempo lento marcase el paso al día. Otras, incluso puede que más bellas, son como puentes que cruzas en tu lento o rápido caminar. De estas es la plaza de Doña Teresa Enríquez con sus tupidos naranjos y su crucero en el centro. Y eso hago yo, la cruzo y entro en la parroquia de San Vicente, donde hace ya… unos cuantos años, me bautizó, su entonces párroco, el padre Ayarra, el hoy canónigo y reconocido organista.
Quizá sea por mi madre, que dice que es una iglesia propia para funerales, que siempre me ha parecido que tenía un aire triste y que, precisamente por ello, se me sugiere propia de los ritos que marcan nuestra existencia en su alfa y en su omega. El primero le ofrece, por la calidez del feliz del momento, ráfagas que la alivian de la pena e iluminan su atmósfera tranquila para que preste sosiego al despertar de la vida. En el postrero, la melancólica penumbra de San Vicente acompasa con la tristeza del alma que se despide.
Por un arquitecto cuyo nombre para qué recordar, se restauró hace ya alguno años. Desde entonces, tiene un aire más a nuevo del que yo conocí pero, a pesar del mobiliario de sala multiusos que le añadió y de la daltónica pintura de sus muros, me sigue pareciendo como entonces, un lugar para la melancolía, para la meditación, para la oración silente sobre nuestro principio, sobre nuestro fin.