Un día de aquellos años, volvía del colegio con mi amigo Pepe y, cuando embocábamos la calle Aire, vi que, de espaldas a la calle Mármoles, venías dos personajes inconfundibles.
– Pepe, vienen hacia nosotros dos «chorizos».
A pesar de ello, seguimos andando y, al llegar a la mitad de la calle, nos sacaron un enorme cuchillo. Uno de ellos era delgado, con el pelo algo más largo por detrás y cortado recto, y aspecto de sieso. El otro era gordo y tenía un ojo de cristal.
– ¡Dadnos lo que tengáis¡ -nos dijo el canijo.
No sabían con el par de tiesos con los que se habían encontrado. Empezamos a hurgar en nuestros bolsillos y de ellos no salieron ni diez pesetas.
– ¿No tenéis mas? ¡Qué esto pincha¡ -nos espetó de nuevo el canijo.
El del ojo de cristal empezó a buscar en nuestro cuello y en nuestras muñecas y descubrió mi reloj.
– ¡Pero si es muy malo, si no tiene ni un rubí¡ -el rubí, esa medida de la calidad de los relojes que todos conocíamos antes de que llegase nuestra era digital.
El gordo sonrió y lo dejó en mi muñeca. Nos miró a los dos y, de repente, nos dio a cada uno un abrazo y se despidió diciendo:
– Y, ahora, tan amigos.
Respirando aliviados, nos alejámos contentos, satisfechos tras conocer a nuestras nuevas amistades.