Este año he tenido la ocurrencia de felicitar la Navidad coloreando la portada del Nacimiento de la Catedral de Sevilla. En su tímpano se sitúa el relieve de la Natividad del Señor y en las arquivoltas sendos profetas sedentes y ángeles con instrumentos musicales. Se completa el conjunto con seis estatuas, que representan a San Juan, San Marcos y San Laureano y a San Mateo, San Lucas y San Hermenegildo. Son obras de Lorenzo Mercadante (1464-1467), salvo los dos profetas de su discípulo y continuador Pedro Millán.
Al colorear la portada, debo reconocer que me he dejado llevar por mi intuición y que no es una réplica auténtica de cómo podría haber estado pintada. En cualquier caso, lo que sí me ha servido es para ver con nuevos ojos la recreación que hace Mercadante del nacimiento de Jesús. La felicidad de la escena es evidente en los rostros de María y José, en la mujer que ofrece regalos al Niño Dios, en los pastores que bailan, en los ángeles que cantan e, incluso, en el pequeño pueblo de Belén que aparece al fondo, donde todos sus habitantes se asoman para contemplar el portal. Jesús preside la representación recostado en un lecho de llamas de las que nacen estrellas.
Toda la representación es encantadora; y me sorprende cuántas cosas se me habían escapado cada vez que las había observado anteriormente. Así nos pasa en la vida; dicen que el tiempo en la niñez se hace más lento porque nuestro cerebro se recrea en cada experiencia que siempre es nueva. Cuando somos adultos, todo lo creemos ya vivido y el tiempo corre. Así pasa con el Misterio de la Navidad y con la Buena Noticia de los Evangelios. Oscar Wilde escribía en Reding: “Últimamente he estado estudiando los cuatro poemas en prosa sobre Cristo con cierta diligencia… La repetición interminable… nos ha estropeado la novedad, la frescura, el sencillo encanto romántico de los Evangelios. Los oímos demasiadas veces y demasiado mal, y toda repetición es antiespiritual.”
Por eso, mi deseo navideño, mi intención con este colorear la portada del Nacimiento, es que nuestros ojos se abran y aprendamos a ver todo como si fuéramos niños que miran por primera vez. FELIZ NAVIDAD.
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La iglesia de San Luis de los Franceses – La lumbre de la Sabiduría
Tenía quince años cuando entré por primera vez en la iglesia de San Luis. Me había pateado casi toda la ciudad y, sin embargo, nunca había entrado en ella hasta entonces. Fue gracias a una exposición sobre Duque Cornejo que organizó la Real Academia de Bellas Artes con ocasión del tercer centenario de su nacimiento. Quedé asombrado.
He tenido la suerte de haber estado, en varias ocasiones, solo o con mi amigo Miguel Zapke, fotografiando este mundo de símbolos que es San Luis, acompañado por la discreta presencia y sabia charla del joven guía que solía estar sentado en el presbiterio, y de cuyo nombre me gustaría acordarme. Y el asombro seguía.
Creo que el asombro nacía de la comparación entre la magnificiencia de la sabiduría barroca que los jesuitas desplegaron en San Luis y la ignorancia analfabeta de un iletrado del siglo XX como yo. Cualquier persona del siglo XVIII hubiese podido leer sus retablos y signos entendiendo su alfabeto. Hubiesen comprendido por qué la luz iluminaba a una hora y no a otra ese retablo. Por qué esa calavera tenía dientes y tantos porqués de los que yo ni me cuestionaba
Y agradezco ese asombro, pues solo al reconocerse uno habitante de las sombras puede reconocer el camino que te alumbra la vida. Por ello, volveré siempre allí para contagiarme de su luz y salir de mis sombras, y sentirme, en mi pequeñez, parte de su inmensidad.
San Luis de los Franceses, destinado a ser iglesia del noviciado de los jesuitas, se inició en 1699 y se terminó en 1731 durante la estancia de la corte de Felipe V en Sevilla (1729- a 1733), siendo, sin duda, el nombre del templo un indudable halago a la nueva dinastía borbónica.
En la antiguamente llamada calle Real, por donde los reyes entraban en Sevilla, en una zona donde surge y predomina el mudéjar (San Marcos, Santa Marina u Omnium Sanctorum) se encuentra de forma paradójica uno de los templos barrocos más importantes de Europa. Obra plena y completa, con todos los elementos dirigidos a alcanzar un fin unitario. Una planta de cruz griega que parece un círculo, impresionantes retablos y murales que nos dirigen a la cúpula que parece infinita y, por tanto, eterna. Se configura así un espacio formidable, abigarrado y luminoso de exaltación de la Compañía de Jesús. En ello, tuvo gran importancia la supervisión por los jesuitas de sus trazas, en las que influyen los templos romanos del seiscientos, en especial la iglesia de Santa Inés de la plaza Navona, y la idea jesuítica del Templo de Salomón.
El autor de las trazas de San Luis fue Leonardo de Figueroa y también intervinieron Antonio Matías de Figueroa y Diego Antonio Díaz. Dos torres octogonales flanquean el pórtico de entrada. Detrás surge la airosa cúpula sobre el tambor circular. Cubierta por tejas de azulejos, la remata una esbelta linterna. Como en otros monumentos sevillanos, la iglesia de San Luis se une al resto de los edificios de su entorno sin que casi nada avise, salvo un leve retranqueo, de su singularidad. Por ello, la visión de su genial cúpula casi se hace imposible de contemplar desde la calle.
El edificio presenta planta de cruz griega, terminando los brazos de la cruz a manera de exedra. En las intersecciones de los brazos se sitúan los potentes machones que sostienen la cúpula. Ésta constituye el elemento central del templo que, como símbolo de la gloria celestial, busca expresar la eternidad a quien la contempla. En el tambor se abren grandes ventanales que procuran una espléndida iluminación al interior. La cúpula se decora con pinturas arquitectónicas de Lucas Valdés que acentúan la sensación de altura de ésta, aparecen también pintados distintos elementos del judaísmo como el arca de la alianza, el candelabro de siete brazos o el mar de bronce. En la base de la cúpula se sitúan figuras con cartelas que indican las virtudes del buen religioso, humildad, misericordia, obediencia,…
El retablo principal lo realizó Pedro Duque Cornejo en 1730. Mezcla elementos de los más diversos formatos: pinturas, esculturas, espejos, relicarios y otros motivos ornamentales. Este exuberante conjunto se cubre por un gran dosel que se remata en una corona real. A ambos lados, se encuentran los retablos menores dedicados a San Francisco Javier y San Ignacio de Loyola. Los dos tienen un formato similar y cuentan con pinturas de Domingo Martínez (h.1690-1749) sobre la vida del santo, con relicarios, espejos y ornatos al estilo rococó. San Francisco Javier, obra de Hinestrosa, aparece buscando el crucifijo que le regaló San Ignacio y que había perdido en una playa de la India. San Ignacio de Loyola, obra de Duque Cornejo, se representa en la cueva de Manresa redactando los Ejercicios Espirituales. Los restantes retablos del templo se dedican también a santos jesuitas y son obras de Duque Cornejo y Domingo Martínez.
La presencia de los jesuitas en la ciudad se remonta a 1554 con la llegada del Padre Alonso de Ávila, el primer jesuita sevillano, y el Padre Gonzalo González. En la Encarnación levantaron su Casa Profesa (1557) con la renacentista iglesia de la Anunciación de Hernán Ruiz II, donde se estableció la Universidad tras la expulsión de los jesuitas en 1767. Además, contaron con el Colegio de San Hermenegildo (1580), el Colegio de los Ingleses (1592), el Noviciado de San Luis (1609) y el Colegio de Becas (1620). Tras sufrir las expulsiones de 1835, 1856, 1868 y 1932, los jesuitas no tienen ya vinculación con ninguno de sus edificios históricos. Hoy día, la Residencia de los PPJJ en Jesús del Gran Poder y el Colegio Inmaculado Corazón de María, fundado en 1905, son sus principales centros en Sevilla.
El Hospital de los Venerables – La herencia de dos mecenas: Justino de Neve y Javier Benjumea
El Hospital de los Venerables lo fundó el canónigo Justino de Neve(Sevilla, 1625 – Sevilla, 1685) para el cuidado de sacerdotes ancianos e impedidos. Era hijo de una rica familia de mercaderes flamencos; ayudó a artistas como Murillo y costeó obras como la de Santa María la Blanca o la de este Hospital. Gracias a Javier Benjumea, desde 1987 es sede de la Fundación Focus-Abengoa, institución fundamental para la cultura sevillana.
La construcción la comenzó en 1676 Juan Domínguez y la continuó, hasta su conclusión en 1698, Leonardo de Figueroa. El edificio se articula alrededor del patio central; en uno de sus costados se abre la iglesia. De una sola nave, destacan en ella los frescos que cubren sus paredes. Iniciados por Juan de Valdés Leal en la bóveda del presbiterio, los concluyó su hijo Lucas Valdés. La iglesia se decoraba con pinturas de Murillo, que fueron robadas en 1810 por el mariscal Soult, como la Inmaculada de los Venerables, hoy en el museo del Prado.
Juan Pablo Navarro Rivas
Maratania
Edición. diseño, maquetación y servicios editoriales – Sevilla
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La Capillita de San José – Un remanso de paz en la calle Sierpes
Tengo los suficientes años para recordar una calle Sierpes diferente; cuando era la casi única calle peatonal de Sevilla, existían corrillos de ganaderos que remataban sus negocios, uno podía entrar en los Corales donde habitó Belmonte o surtirse de los más variados objetos en sus sevillanos comercios, algunos centenarios. Poco a poco se fueron yendo: la Heladería Fillol, Deportes Z, Idígoras… De entonces, poco queda: La Campana, la Papelería Ferrer, la Capillita de San José, en la cercana calle Jovellanos, y poco más.
Sí, allí sigue esta capilla que levantó el gremio de carpinteros en honor de su patrón, algunas veces tranquila, otras veces llena a la hora de Misa, ofreciendo un remanso espiritual al reñido mercadeo que le rodea, asombrando con el fastuoso repertorio de retablos de madera que se desarrolla en su pequeño espacio: el retablo mayor cubre el presbiterio y se expande sin solución de continuidad con los retablos laterales; la asombrosa obra de Cayetano de Acosta de 1766, anterior a su obra maestra, el retablo mayor del Salvador.
Es la edad que no perdona, te desarraiga de los asideros de tu memoria y te hace forastero en tu propia casa. Por eso valoro cada zaguán que se abre, cada cierro que permanece, cada iglesia con fieles, que me rescatan una Sevilla más noble, más bella, más sabia y que poco a poco se nos va.
Fabiola, 2 – Un gran edificio del XVII
La calle Fabiola posee un excelente conjunto de casas históricas que van desde el siglo XVII al XIX. Entre éstas, podemos destacar su número 1, sede de la Fundación Cristina Heeren, el número 5, al que ya hemos dedicado una entrada de esta bitácora, donde nació el cardenal Wiseman, autor de la novela Fabiola, y ésta que hoy nos ocupa.
Destaca por sus generosas proporciones. Tiene dos plantas y un ático, al que se abren vanos de medio punto, tal como era tradicional en esta planta dedicada a la servidumbre. La portada y el balcón principal se sitúan de forma asimétrica en su fachada con tres vanos a la izquierda y dos a la derecha. El último tramo se adapta a la curva que ya emboca a la calle Aire.
Casa de Juan de Oviedo – Dos Hermanas, 4
Este estrecho callejón, bordeaba la casa que hoy nos ocupa y llegaría hasta la calle Verde. Sin embargo, con el tiempo, acabó formando parte del solar de aquella. Hoy, su fachada ocupa el fondo de este adarve.
Esta casa de Dos Hermanas, 4, se atribuye al afamado arquitecto Juan de Oviedo (1565-1625), autor del convento de la Merced, actualmente Museo de Bellas Artes. Su bellísima portada de piedra sigue los postulados propios del manierismo. La forman dos pilastras dóricas de fuste acanalado que sostienen el entablamento; el balcón se sitúa en el centro de un frontón partido y lo enmarcan jambas molduradas
Es singular en este edificio que el patio se encuentre al fondo,
muy separado de la entrada.
En el centro de éste, se conserva una fuente de azulejos de planta estrellada. En uno de sus ángulos, con vistas a la calle Verde, se encuentra un típico mirador sevillano con arcos sobre columnas.
Este edificio fue rehabilitado por el arquitecto Luis Fernando Gómez Stern, dentro de la rehabilitación que llevó a cabo el duque de duque de Segorbe, Ignacio de Medina y Fernández de Córdoba, en el barrio de San Bartolomé, para usarlo como residencia de éste y de Maria da Glória de Orleans e Bragança, princesa imperial del Brasil.
Un atraco en los setenta en la calle Aire – Y, ahora, tan amigos – (207)
Un día de aquellos años, volvía del colegio con mi amigo Pepe y, cuando embocábamos la calle Aire, vi que, de espaldas a la calle Mármoles, venías dos personajes inconfundibles.
– Pepe, vienen hacia nosotros dos «chorizos».
A pesar de ello, seguimos andando y, al llegar a la mitad de la calle, nos sacaron un enorme cuchillo. Uno de ellos era delgado, con el pelo algo más largo por detrás y cortado recto, y aspecto de sieso. El otro era gordo y tenía un ojo de cristal.
– ¡Dadnos lo que tengáis¡ -nos dijo el canijo.
No sabían con el par de tiesos con los que se habían encontrado. Empezamos a hurgar en nuestros bolsillos y de ellos no salieron ni diez pesetas.
– ¿No tenéis mas? ¡Qué esto pincha¡ -nos espetó de nuevo el canijo.
El del ojo de cristal empezó a buscar en nuestro cuello y en nuestras muñecas y descubrió mi reloj.
– ¡Pero si es muy malo, si no tiene ni un rubí¡ -el rubí, esa medida de la calidad de los relojes que todos conocíamos antes de que llegase nuestra era digital.
El gordo sonrió y lo dejó en mi muñeca. Nos miró a los dos y, de repente, nos dio a cada uno un abrazo y se despidió diciendo:
– Y, ahora, tan amigos.
Respirando aliviados, nos alejámos contentos, satisfechos tras conocer a nuestras nuevas amistades.
Viejos, 1 – La Casa de los Gómez de Barreda – (206)
En la calle Viejos, 1, se sitúa, haciendo esquina con la calle Pedro Niño y en frente del Hospital de los Viejos, esta interesante casa del siglo XVII. La mandaron construir los Gómez de Barreda, familia ennoblecida de cargadores de Indias de la que se conserva una extraordinaria casa en Sanlúcar de Barrameda en la calle Santo Domingo.