En la calle Viejos, 1, se sitúa, haciendo esquina con la calle Pedro Niño y en frente del Hospital de los Viejos, esta interesante casa del siglo XVII. La mandaron construir los Gómez de Barreda, familia ennoblecida de cargadores de Indias de la que se conserva una extraordinaria casa en Sanlúcar de Barrameda en la calle Santo Domingo.
Author Archives: Maratania
San Bartolomé, 1 – La Casa de Fernando Villalón – 205
«Era Fernando un hombre extraordinariamente fino y simpático, hijo de esa romántica Andalucía feudal, que se sentaba bajo los olivos a compartir tú por tú, el pan con los gañanes. Profundamente popular, los verdaderos amigos suyos, los inseparables, eran los mayorales que guardaban sus toros, los gitanos, los mozos de cuadra, toda la abigarrada servidumbre de sus cortijos, además de cuanto torerillo ilusionado rondaba sus dehesas. Cuando lo conocí ya andaba arruinado. Negocios absolutamente poéticos lo habían venido hundiendo en la escasez, casi en la pobreza.» (La arboleda perdida, Rafael Alberti)
Entre esos negocios poéticos, sea verdad o leyenda, estuvo el de crear una casta de toros de ojos verdes. Hazaña que me parece menor, comparada con la de dividir el mundo en dos partes: Sevilla y Cádiz.
Desde 1915, su casa sevillana estuvo en esta casa del siglo XVII que cierra el callejón donde arranca la calle de San Bartolomé, entre la casa de Mañara y el frente de casas que se unen a la parroquia. En 1976 la rehabilitó Luis Marín de Terán.
Cristo de Burgos, 21 – El gran mirador – 204
Uno de los más imponentes edificios del siglo XVII de los que se conservan en Sevilla es el situado en el flanco sur de la plaza del Cristo de Burgos. En uno de sus extremos se yergue su gran mirador que, hasta hace no demasiados años, se mantenía abierto y conservaba su función original: mirar al exterior.
Como en muchas casas de Sevilla, en su trasera se encontraba un jardín, ya desaparecido, como casi todos en Sevilla. Traigo aquí la foto y el dibujo que aparece de él en el decisivo libro «Arquitectura Civil Sevillana» de Francisco Collantes de Terán y Luis Gómez Estern.
Podemos compararlo con los que se conservan de la casa de Villapanés y de los Levíes (en la casa de los Pinelo, actualmente).
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El Antiguo Convento de los Terceros de Sevilla – Un tesoro oculto – 203
Los Terceros, sede canónica a la Hermandad de la Santa Cena, es una de las grandes iglesias conventuales de Sevilla. A todos nos ha llamado la atención su portada de ecos hispanoamericanos cuando embocamos la calle Sol. Sin embargo, pocos conocen los restos que se conservan de este antiguo convento de la Orden Tercera de San Francisco, que se llamó de Nuestra Señora de Consolación.
Se fundó en el siglo XVII y se concluyeron las obras a finales de ese siglo. Como tantos conventos, lo tuvieron que desalojar tras la desastrosa desamortización de Mendizábal de 1835. Junto con el que fue palacio de los Ponce de León, del que apenas nos quedan restos, la orden de San José de Calasanz tuvo aquí el colegio de los Escolapios. Tras su cierre, la adquisición por Emasesa de parte del inmueble lo salvó, parcialmente, de la piqueta. Gracias a ello, sobrevivieron su bello claustro con la fuente soterrada, al modo de los Venerables, y la soberbia escalera del arquitecto franciscano Manuel Ramos (autor también de la del palacio Arzobispal), construida entre 1690-1697.
P.D.: Me comentó Ramón Queiro, quien lo restauró entre 1987-1990. que la fuente del claustro apareció debajo de la pista del campo de baloncesto que allí se encontraba.
La Parroquia de Santa Cruz – Una fachada de 1929 en un convento del XVII – 202
Los sevillanos estamos acostumbrados a las calles estrechas y perdemos con ello la experiencia que ofrece lo desconocido. La paradoja es que los lugares más transitados son los que menos contemplamos. Necesitamos parar en nuestro camino y reflexionar para poder pasmarnos como un novicio. Así, si observamos con detenimiento, las calles estrechas pueden parecernos infinitas, o secretas cuando se curvan como meandros, o desembocaduras en los mares que son las plazas, o, simplemente, como ventanas que se abren a la belleza de una puerta, de una espadaña o de una torre. De esta clase es la calle de Guzmán el Bueno: mientras nos acercamos a Mateos Gago, nuestra mirada asciende para contemplar la fachada de la parroquia de Santa Cruz recortada entre los edificios de la calle; como mirando por una ventana estrecha y alargada que nos obligase a mirar al cielo y no al horizonte.
Y llegando a la iglesia, nos ocurre algo propio de Sevilla, que las cosas son lo que son pero también son lo que no son. Porque realmente aquí está la parroquia de Santa Cruz, e incluso la habita una cofradía conocida por este nombre, pero también es cierto y ya deberíamos saberlo -pues su campanario es espadaña y no torre-, que estamos en un convento. Porque convento es lo que fue desde 1655 a 1835: el convento del Espíritu Santo de la Orden de Clérigos Regulares Menores. La parroquia de Santa Cruz había estado desde la Reconquista en lo que es ahora la plaza de Santa Cruz hasta que, tras su derribo, en 1810, se trasladó a este convento hasta 1813 y, definitivamente, desde 1835, tras la desamortización de Mendizábal.
Y por otro lado, podemos pensar que su iglesia es del XVII, y eso es cierto -se iniciaron las obras en 1655 con proyecto de Sebastián de la Puerta sobre el solar del que había sido el corral de comedias de don Juan, y se concluyó en 1728 por José Tirado-. Pero también es verdad que la iglesia se reformó ampliamente en 1840 y que su fachada quedó inconclusa y que fue el arquitecto regionalista, Juan Talavera y Heredia, quien la concluyó en 1929. De este modo, tan sevillano, no sabemos si estamos ante un templo barroco, un templo neoclásico o regionalista.
Y aquí lo dejo, sin entrar a hablar de otros temas sevillanos que nos podrían sugerir su aledaña Escuela de Cristo; así que dejenme que me despida con eso tan recurrido, no tan solo sevillano sino español, del venga usted mañana.
El Museo de Bellas Artes de Sevilla – El antiguo convento de la Merced Calzada – 201
Uno de los privilegios de mi vida es haber sido vecino del barrio de San Vicente. El Museo de Bellas Artes era uno de mis paseos más agradables. Por la tranquilidad de sus salas deambulaba con la misma serenidad con la que lo podían hacer los mercedarios cuando lo habitaban. Y es que el Museo es eso, un convento, y en gran parte, su arquitectura sigue recordándolo.
El convento de la Merced es la mejor obra del arquitecto y escultor Juan de Oviedo y de la Bandera, quien transformó el antiguo convento medieval de estilo mudéjar, entre 1602 y 1612, siguiendo los esquemas manieristas. Juan de Oviedo realizó la Iglesia inspirándose en la Casa Profesa de la Compañía de Jesús de Hernán Ruiz II. Con una sola nave y planta de cruz latina, la decoran pinturas murales del XVIII de Domingo Martínez, destacando las de la cúpula.
El edificio se articula en torno a sus tres claustros: El del Aljibe, el de los Bojes y el del Claustro Grande. El del Aljibe sirve de entrada al Museo, es el más pequeño y de planta irregular. El patio de los Bojes es el que mejor conserva el diseño de Juan de Oviedo, con columnas de mármol blanco que sostienen arcos de medio punto. El bellísimo Claustro Grande, reformado por Leonardo de Figueroa en 1724, lo forman, en su parte inferior, arcos de medio punto sobre columnas pareadas de mármol y, en su parte superior, balcones enmarcados con pilastras jónicas.
La escalera, obra de Juan de Oviedo, es una excelente muestra de las escaleras barrocas sevillanas, como la del convento de los Terceros o la del palacio Arzobispal.
El Museo se inauguró en 1841, ocupando este edificio que había sido convento de la Merced Calzada hasta la Desamortización de Mendizábal en 1836. Su primer director fue el pintor Antonio Cabral Bejarano y constituyeron sus fondos las obras procedentes de los conventos y monasterios desamortizados. Con motivo de la visita de Isabel II en 1862 se inauguró la actual plaza del Museo que se abre en su frente y cuya disposición actual procede del diseño del arquitecto regionalista Juan Talavera en 1921. La gran portada barroca, fechada en 1729, se trasladó aquí desde la fachada de la iglesia en 1943.
Y dentro, ya sabéis, aloja la segunda pinacoteca de España. Así que, pasearos, y como monjes, deambulad por sus patios y pasillos y deleitaros con la espiritualidad que os regalan sus cuadros y su arquitectura.
Esta es mi lista ( pero no la única) de mis libros favoritos de ficción – 200
Mi amigo Juan Ramón me pide, en una de estas divertidas modas de Facebook, que confeccione una lista de diez títulos de ficción según mi gusto. Aquí va:
- Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes
- Relatos de Borges (no me hagan elegir)
- Relatos de Cortazar (cualquiera me vale)
- El Caballero Inexistente, Italo Calvino
- La Conjura de los Necios, John Kennedy Toole
- Crimen y Castigo, Fiódor Dostoyevski
- El Criticón, Baltasar Gracián
- Ulises, James Joyce
- Astérix el Legionario, Renë Goscinny
- Fahrenheit 451, Ray Bradbury
Y, como diría Isbert, os debo una explicación, y esta explicación que os debo, os la voy a pagar. Que yo os debo una explicación que os tengo que explicar. Así que os explico.
- ¿Cómo no? ¿No es la mejor?¿ No es, acaso, la novela de la que nacen el resto?¿No es el libro más sabio tras la Biblia? Además, es el libro por el que más veces me he paseado y divertido por sus páginas. Y, por último, no es broma, yo creo que mi Señor Don Quijote existe más que muchos que los parió su madre y, que allá en el cielo, los dos cabalgaremos juntos para contemplar a Dios.
- Lo bueno, si breve, dos veces bueno. El mejor laberinto en que perderte.
- Su español es una delicia. Recuerdo la primera vez que leí uno de sus relatos: empecé nada más salir de la librería y lo acabé al llegar a mi casa, consiguiendo que ningún coche me atropellara y sin chocarme con ninguna farola. No sé cuántas veces, conversando, habré hablado de Deshoras para explicar cómo cambia el sentido del Tiempo conforme pasan los años.
- ¡La existencia de una armadura a la que nadie habita! ¿Puede existir un personaje más peculiar? Quizá cualquiera de su Trilogía de los Antepasados: un barón que decide vivir en los árboles o un vizconde que vive dividido en dos mitades.
- ¡Qué soy de los ochenta! Esos años de mi juventud en que la buena fortuna nos trajo que los libros de moda fueran El Perfume, El Nombre de la Rosa o Las Memorias de Adriano y a este personaje incomparable: Ignatius J. Reilly.
- A uno que, como yo, piensa que nuestra vida es fruto de nuestras decisiones morales ¿cómo no le va a apasionar Dostoyevski?
- Todo sevillano tiene alma barroca. Creo que con El Criticón inicié, fuera de los de texto, esa necesaria costumbre de subrayar los libros.
- Una de mis más repetidas frases, «hemos de aprehender los signos de las cosas», habita el mar por el que navega Leopold Bloom.
- Sigo leyéndolo después de tantos años y riéndome cada vez más con él mientras lo comparto con mis hijos. Cuando veo mi biblioteca, mis asterix, mis tintines y algún raro Mortadelo son los libros que miro con más cariño. Sin exageración, a ellos le debo mucho de lo que soy.
- Me encanta la ciencia ficción y cierra bien la lista porque siento envidia de aquellos hombres que guardaban en su memoria los libros mientras que a mí su recuerdo se me quema nada más leer su última página.
Esta relación vale como otra cualquiera, aunque los dos primeros, junto a la Biblia, serían los que me acompañarían a esa famosa y transitada isla desierta a la que sólo se pueden llevar tres libros. Por lo demás, creo que retrata que cada vez soy menos novelero, entiéndaseme en todas las acepciones del diccionario, y que huyo de ser un esnob. Y, sin embargo, al confeccionarla, ahora que mis gustos se alejan cada vez más de la afición por la novela, me ha venido el recuerdo de cuando leía con fruición cada una que me caía en las manos y el tiempo me sobraba, los ojos no se cansaban y la espalda no me dolía. Y así, miro ahora mi biblioteca y no puedo sino recordar con dolor las palabras de Borges: Tras el cristal ya gris la noche cesa y del alto de libros que una trunca sombra dilata por la vaga mesa, alguno habrá que no leeremos nunca».
El Archivo de Protocolos de Sevilla – Allí estás aunque no lo sepas – 199
Cuando paseas por la calle Feria, tu mirada distraída puede sorprenderse ante una portada de piedra de moldes manieristas encorsetada entre Casa Vizcaíno y una centenaria casa de vecinos. Puedes creer que es la fachada de un estrecho palacio o de una iglesia, pero en el dintel se lee “Archivo de Protocolos”. ¿Qué es eso? ¿Una escuela de buenos modales? No, es uno de los lugares donde descansa la memoria de Sevilla desde 1441, fecha de su más antiguo documento, hasta nuestros días: compras, poderes, herencias, prestamos y un largo etcétera que se sellaron ante un notario, lleno de esperanzas o dolido por la derrota, movido por la avaricia o por la generosidad, con la mirada puesta en la lejana América o en la cercana Triana; es la expresión escrita, en suma, de los avatares de la vida
La Real Academia define protocolo como la “serie ordenada de escrituras matrices y otros documentos que un notario o escribano autoriza y custodia con ciertas formalidades”. Se organizan en tomos que se encuadernan en piel de manera artesanal y se conservan en la notaría durante veinticinco años, cuando se trasladan a este Archivo de Protocolos.
La sede del Archivo está en la calle Feria desde 1927, cuando el Colegio Notarial adquirió, por 250.000 pesetas de la época, este edificio, antigua iglesia del convento de Montesión. Las trazas originales son del autor del campanario de la Giralda, el genial Hernán Ruiz, y lo adaptó a su nuevo uso el arquitecto José Gómez Millán, autor del Hospital Victoria Eugenia de la Cruz Roja.
Así que, cuando vuelvas a pasar junto a él, míralo y recuerda que allí se hospedan el préstamo con el que compraste tu casa, la herencia que te legaron, tus capitulaciones matrimoniales o las de tus padres, tus abuelos, tus bisabuelos, de más de quinientos años de Historia e historias.