Paseaba por el barrio de Santa Cruz a una hora en que el bullicio curioso se apodera de él y que obliga a alzar la vista para contemplar algo de belleza en soledad. Sin embargo, más a ras de tierra, se produjo la visión y contemplé una hermosura sin igual. Los vi y me quedé prendado, su atractivo me pareció infinito. Los dos irradiaban, como si fuesen uno solo, una profunda pureza, un hondo amor, un mesurado y exquisito equilibrio.
Quise decirles que eran bellos pero no me atreví. Tímidamente, los seguí por las callejuelas del barrio y, como ladrón, les hurtaba fotos por la espalda. La armonía de sus gestos, el andar unísono y sus espíritus ligados prendaban mi mirada.
Los seguí, sí, los seguí, y cuando los dejé -tú me dirás que eran sólo dos enanos- sentí que Paris y Elena, majestuosos, se alejaban, habiéndome regalado, aunque en breve éxtasis, la contemplación de la absoluta Belleza.