Tenía quince años cuando entré por primera vez en la iglesia de San Luis. Me había pateado casi toda la ciudad y, sin embargo, nunca había entrado en ella hasta entonces. Fue gracias a una exposición sobre Duque Cornejo que organizó la Real Academia de Bellas Artes con ocasión del tercer centenario de su nacimiento. Quedé asombrado.
He tenido la suerte de haber estado, en varias ocasiones, solo o con mi amigo Miguel Zapke, fotografiando este mundo de símbolos que es San Luis, acompañado por la discreta presencia y sabia charla del joven guía que solía estar sentado en el presbiterio, y de cuyo nombre me gustaría acordarme. Y el asombro seguía.
Creo que el asombro nacía de la comparación entre la magnificiencia de la sabiduría barroca que los jesuitas desplegaron en San Luis y la ignorancia analfabeta de un iletrado del siglo XX como yo. Cualquier persona del siglo XVIII hubiese podido leer sus retablos y signos entendiendo su alfabeto. Hubiesen comprendido por qué la luz iluminaba a una hora y no a otra ese retablo. Por qué esa calavera tenía dientes y tantos porqués de los que yo ni me cuestionaba
Y agradezco ese asombro, pues solo al reconocerse uno habitante de las sombras puede reconocer el camino que te alumbra la vida. Por ello, volveré siempre allí para contagiarme de su luz y salir de mis sombras, y sentirme, en mi pequeñez, parte de su inmensidad.
San Luis de los Franceses, destinado a ser iglesia del noviciado de los jesuitas, se inició en 1699 y se terminó en 1731 durante la estancia de la corte de Felipe V en Sevilla (1729- a 1733), siendo, sin duda, el nombre del templo un indudable halago a la nueva dinastía borbónica.
En la antiguamente llamada calle Real, por donde los reyes entraban en Sevilla, en una zona donde surge y predomina el mudéjar (San Marcos, Santa Marina u Omnium Sanctorum) se encuentra de forma paradójica uno de los templos barrocos más importantes de Europa. Obra plena y completa, con todos los elementos dirigidos a alcanzar un fin unitario. Una planta de cruz griega que parece un círculo, impresionantes retablos y murales que nos dirigen a la cúpula que parece infinita y, por tanto, eterna. Se configura así un espacio formidable, abigarrado y luminoso de exaltación de la Compañía de Jesús. En ello, tuvo gran importancia la supervisión por los jesuitas de sus trazas, en las que influyen los templos romanos del seiscientos, en especial la iglesia de Santa Inés de la plaza Navona, y la idea jesuítica del Templo de Salomón.
El autor de las trazas de San Luis fue Leonardo de Figueroa y también intervinieron Antonio Matías de Figueroa y Diego Antonio Díaz. Dos torres octogonales flanquean el pórtico de entrada. Detrás surge la airosa cúpula sobre el tambor circular. Cubierta por tejas de azulejos, la remata una esbelta linterna. Como en otros monumentos sevillanos, la iglesia de San Luis se une al resto de los edificios de su entorno sin que casi nada avise, salvo un leve retranqueo, de su singularidad. Por ello, la visión de su genial cúpula casi se hace imposible de contemplar desde la calle.
El edificio presenta planta de cruz griega, terminando los brazos de la cruz a manera de exedra. En las intersecciones de los brazos se sitúan los potentes machones que sostienen la cúpula. Ésta constituye el elemento central del templo que, como símbolo de la gloria celestial, busca expresar la eternidad a quien la contempla. En el tambor se abren grandes ventanales que procuran una espléndida iluminación al interior. La cúpula se decora con pinturas arquitectónicas de Lucas Valdés que acentúan la sensación de altura de ésta, aparecen también pintados distintos elementos del judaísmo como el arca de la alianza, el candelabro de siete brazos o el mar de bronce. En la base de la cúpula se sitúan figuras con cartelas que indican las virtudes del buen religioso, humildad, misericordia, obediencia,…
El retablo principal lo realizó Pedro Duque Cornejo en 1730. Mezcla elementos de los más diversos formatos: pinturas, esculturas, espejos, relicarios y otros motivos ornamentales. Este exuberante conjunto se cubre por un gran dosel que se remata en una corona real. A ambos lados, se encuentran los retablos menores dedicados a San Francisco Javier y San Ignacio de Loyola. Los dos tienen un formato similar y cuentan con pinturas de Domingo Martínez (h.1690-1749) sobre la vida del santo, con relicarios, espejos y ornatos al estilo rococó. San Francisco Javier, obra de Hinestrosa, aparece buscando el crucifijo que le regaló San Ignacio y que había perdido en una playa de la India. San Ignacio de Loyola, obra de Duque Cornejo, se representa en la cueva de Manresa redactando los Ejercicios Espirituales. Los restantes retablos del templo se dedican también a santos jesuitas y son obras de Duque Cornejo y Domingo Martínez.
La presencia de los jesuitas en la ciudad se remonta a 1554 con la llegada del Padre Alonso de Ávila, el primer jesuita sevillano, y el Padre Gonzalo González. En la Encarnación levantaron su Casa Profesa (1557) con la renacentista iglesia de la Anunciación de Hernán Ruiz II, donde se estableció la Universidad tras la expulsión de los jesuitas en 1767. Además, contaron con el Colegio de San Hermenegildo (1580), el Colegio de los Ingleses (1592), el Noviciado de San Luis (1609) y el Colegio de Becas (1620). Tras sufrir las expulsiones de 1835, 1856, 1868 y 1932, los jesuitas no tienen ya vinculación con ninguno de sus edificios históricos. Hoy día, la Residencia de los PPJJ en Jesús del Gran Poder y el Colegio Inmaculado Corazón de María, fundado en 1905, son sus principales centros en Sevilla.