El Arte ha buscado siempre alcanzar una obra que satisfaga a todos los sentidos y al espíritu. En la Semana Santa sevillana se encontró ya hace decenios. La vista alcanza a contemplar la belleza de las imágenes, el colorido de la procesión, la emotiva danza de los pasos. El oído se recrea en los sones de la música, en el arrastrar de los pies de los costaleros, en el cantar de las saetas. El olfato huele las flores, el incienso y la cera, mientras el tacto siente como los labios besan la madera de vírgenes y cristos, el roce de la bulla y la piel se emociona en un momento eterno. Hasta las torrijas, los pestiños y la comida de cuaresma deleitan el sentido del gusto.
A este arte total lo redondea la necesaria participación activa del público fiel que las contempla en silencio o bullicioso, sentado o de pie, quieto o moviéndose con la multitud. Unido a la cofradía como devoto o espectador, orante o festivo, como simple curioso o colmado de pasión.
La Semana Santa es así un completo goce de los sentidos, una simbiosis entre actores y espectadores, una forma única en que toda una ciudad, Sevilla, se une ante un hecho religioso para creerse y crearse cada año con ritos centenarios y, a su vez, llenos otra vez de novedad, de fe y de amor. Es la conmemoración plena de la muerte de Cristo y la expectativa, ya festiva, de su Resurrección.
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