En la Plaza Roja, junto a la catedral de San Basilio, se levantaba el Hotel Rusia, el más grande del mundo. Este mamotreto alojaba en tiempos de la URSS a los miembros del PCUS, y cuando lo conocí, era otro de los vetustos hoteles donde apilar turistas y viajeros en la capital rusa.
5 de la mañana, 12º bajo cero, el taxi nos dejó frente a la entrada del hotel. Con maletas y bolsas de viaje para cuatros manos, entramos en el vestíbulo del hotel. A pesar de la hora, había cola en recepción. Después de la gélida y militar revisión de nuestra documentación, la recepcionista nos dio nuestras llaves.
Subimos a la planta, empezamos a andar, seguimos andando, continuamos andando. Por la numeración, la habitación no debía estar cerca. Llegamos a una esquina del hotel, donde había un restaurante. Los camareros dormían en los sillones. Uno de ellos, desperezándose, advirtió nuestra presencia y, con mal humor, se nos acercó. Por señas, logramos que nos indicase por dónde ir; bueno, en realidad, sólo nos señaló que «palante». Empezamos a andar, seguimos andando, continuamos andando, pasamos un vestíbulo con ascensores, seguimos andando y, ¡horror!, el pasillo está cerrado. A través de las puertas de cristales, nos parece ver que detrás hay un hospital; así era, éste se incrustaba en esa planta del hotel. Damos marcha atrás y volvemos al restaurante. Gesticulamos de nuevo con el camarero y creemos entender que hay que bajar al otro piso para superar la clínica y, una vez al otro lado, volver a subir.
Otra vez, empezamos a andar, llegamos al vestíbulo de los ascensores y cogemos el más cercano. Pulsamos el piso de abajo, no funciona, el del piso de arriba, tampoco. Mala suerte. ¡Hay cuatro ascensores, alguno funcionará!. Ninguno. Probemos el botón del vestíbulo y volvamos a empezar. Sí, sí funciona. Se abre la puerta y, ante nuestros ojos, aparece una enorme sala vacía (el hotel tenía un vestíbulo por cada cara y éste no tenía uso). Al fondo, un solitario empleado del hotel deambulaba aburrido. Al vernos, se acercó. Algo de suerte, chapurreaba español y nos indicó cómo salir de allí. Así, que con su ayuda, logramos superar la clínica por una planta superior y volver a bajar a nuestra planta.
Empezamos a andar, seguimos andando, continuamos andando, doblamos otra esquina con un restaurante indescriptible y, por fin, ya estábamos cercanos a nuestra habitación. Ya sólo nos quedaba superar el último trámite burocrático de los hoteles ‘soviéticos’, la responsable de planta, si no tienes tu boleto de la habitación, de aquí no pasas tovarich. Tras una hora de turismo hotelero, por fin llegamos.
Bueno, pensaréis que si hubiésemos escogido el camino correcto la cosa no hubiese sido para tanto. Sí, es verdad, pero os aseguro que andando rápido y conociendo el camino correcto, tardábamos ¡veinte minutos!
Lo triste es que el hotel lo han derribado, por lo que, apasionantes aventuras como ésta, ya no están disponibles en las agencias de viajes. ¡Qué pena!
(Este artículo tuve la suerte de publicarlo primero en www.triplannet.com, una fantástica página web donde los viajeros comparten sus experiencias)
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