Como siempre ocurre, cuando me enteré de tu enfermedad, me di cuenta del tiempo que hacía que no te visitaba. Ahora es tarde y espero que no sea ya nunca.
Me acerco a verte y sólo me dejas ver tu fachada malherida con esa cubierta que te pusieron en 2009 y que, como prótesis, no se sabe si te protege o te mata un poco más.
Cuánto querría pasar la puerta que un día te trajeron de Santa Lucía para volver a cruzar tu portada mudéjar y enfrentarme al retablo mayor de López Bueno. Cuánto querría que fuera Semana Santa y verte de nuevo Exaltación. Y cuánto me gustaría, ya sé que es tarde, quizás ya es nunca, cruzar tus naves y rendirme ante la exhuberancia barroca de la capilla Sacramental de Figueroa. Pero bien sé que no, que ya no puedo.
Me callo y no te cuento que, quien te debía cuidar, quiso más a otra, más joven, más inculta, más caprichosa, y que te dejó abandonada a ti, indiscutible joya de Sevilla.
Sólo tu bella torre se afirma en lo que fuistes y me da esperanzas de que un día volverá a ser siempre y no nunca. Y, desde mi tristeza, intento escuchar tus lamentos mientras cuentas tus letanías a tu hermana, la torre de San Marcos, y entrometerme y decirte que sí, que un día volverás a llenarte de luz y de vida. Pero no sé, no sé, no sé, porque quizás ya es tarde, ya es nunca.
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