♦ No sé que sería, si la luz de la mañana, si la lenta cadencia del palio, si su mirada; sí sé que el momento fue más allá de lo que puedo explicar, que estuvo dentro de esas experiencias inefables en las que el alma se manifiesta y vives el momento pleno e intenso
Al escribir sobre la espadaña de San Juan de la Palma, me vino a la memoria la vivencia más intensa que me ha regalado la Semana Santa. Seria por los años ochenta y, claro está, era un Viernes Madrugada; la noche había sido memorable pero nos aguardaba lo mejor. Quedábamos mi primo Enrique y yo; estábamos de espaldas a la Casa de los Artistas en la calle Viriato, frente a la espadaña, y vino la Macarena. No sé que sería, si la luz de la mañana, si la lenta cadencia del palio, si su mirada; sí sé que el momento fue más allá de lo que puedo explicar, que estuvo dentro de esas experiencias inefables en las que el alma se manifiesta y vives el momento pleno e intenso. Ya sé que poco te cuento de por qué pasó, ya que solo me queda la memoria difusa de lo visto y el recuerdo imborrable de un profundo sentimiento. Acabado todo, mi primo y yo nos miramos y nos preguntamos: ¿tú también? sí, yo también. La cosa es que creo que esa experiencia privilegiada había sido compartida, probablemente, por la mayoría de los que estábamos allí. Una vivencia que la Semana Santa sevillana, de manera análoga al arte o a la mística, nos ha ofrecido alguna vez, al menos, a todos a los que la hemos disfrutado y, si eres de ellos, tus recuerdos serán los míos.
Una experiencia parecida, también con Enrique, me ocurrió en Portugal. La casualidad nos hizo pasar junto a Fátima. No pensábamos parar pero, ya que estábamos a la vera, lo hicimos. Los que me habéis leído bien sabéis que soy creyente y, sin embargo, el lugar y el templo no me resultaban atractivos con su insulsa e incoherentemente sin alma arquitectura de muchas iglesias del siglo XX, desvinculada tanto de la tradición como de la modernidad. Quiero decir, que la antesala de la experiencia era completamente la contraria de la anterior, en la que la hermosura de lo previo había sido el antecedente de aquella. La cosa es que avanzamos por la explanada y atravesamos la portada. Nos quedamos a los pies de la nave. El interior era tan insulso o más que el exterior y, sin embargo, a pesar de que no había nada externo que me atrajese, sólo sentía ganas de quedarme allí, quieto, en silencio. Pasó un buen rato y salimos. De nuevo la pregunta: ¿tú también? sí, yo también.
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